Ante la pregunta de mi próximo destino, no puedo evitar cierto estremecimiento al recordar todos los lugares donde ya he estado. Hace tiempo que sé que mi primera lista de viajes soñados está realizada y que sin duda, debo empezar a construir una nueva. De momento no tengo prisa por hacerla, así que pienso en lo mucho que llevo recorrido por el planeta y es mucho más, de lo que nunca hubiera imaginado. En mi cara se dibuja una sonrisa cuando pienso que: ¡Yo, he viajado!
Nací por suerte, cerca de la ciudad de Barcelona de Gaudí, la ciudad de los edificios multicolores y de la arquitectura con formas de fantasía inimaginables.
Mi primer gran viaje, igual que mi primer gran amor, me llevó a bailar a una cuadra de Samba en Brasil, en una de las navidades más calurosas que jamás he pasado, días bañados de sol y caipiriñas.
Recorrí los mercados flotantes de Bangkok cuando aún no eran una atracción turística y las vendedoras te ofrecían lichies con una sonrisa. Contemplé a las mujeres más bellas que nunca había visto, en una danza de exótica sensualidad.
Disfruté como una niña en las atracciones de Disneyland y paseé por el París bohemio del barrio de Montmartre y volví, una y otra vez, a la Ciudad de la Luz para enamorarme y desenamorarme.
Recorrí el desierto egipcio de Ramsés subida a lomos de un dromedario y escuché al almuecín llamar a la hora de la plegaria por los innumerables minaretes de la ciudad de El Cairo. Me encontré a solas en Abu Simbel, susurrando a Nefertari lo amada y bella que había sido, y me rendí al contemplar la inmensidad de las pirámides y la majestuosidad de la Esfinge.
Bailé en una cueva de Capadocia y entendí la importancia de un copo, y fue aquí donde me enamoré perdidamente de Estambul. Me entretuve en los bazares de especias, con sus olores, sus brillos, su gente y regatee animadamente mientras saboreaba un té a la menta. Descubrí que existen príncipes de cuento y que los suspiros no entienden de distancias.
Me sentí griega, romana, bizantina, egipcia, árabe, africana e inca.
Saboreé el café frappé en Grecia, el zumo de caña en Brasil, el agua de coco en Malasia, la cerveza de melocotón en Bélgica, la chicha y el pisco en Perú. Comí con las manos en Malí, probé el sushi en Japón, el reno en Laponia, el rissotto en Venecia, los bocadillos de calamares en Madrid, el chocolate en Bruselas, los pinchos en Bilbao, las tapas en Granada, el kebab en Jordania y el vino de Oporto en Porto.
A través de Sodoma y Gomorra, mi hermana y yo subíamos al autobús de línea y recorríamos la isla de Creta, con el mismo revisor pulpo todos los días, sin música sirtaki, pero con muchas risas.
Fui dama medieval ante las vidrieras de la Sainte Chapelle, teutona de largas trenzas en una cervecería de Múnich, forjador de espadas en Toledo, Médicis en Florencia, druida en Dublín y Zenobia en Palmira.
Recorrí calles empedradas por el tiempo, oasis verdes tapizados de palmeras, pisé arenas blancas de costas tropicales y montañas llenas de sonidos en la selva. Caminé por el desierto, me deslicé por la nieve, subí por la falda de volcanes y corrí por lagos congelados.
Pasé una tarde en un haman con rechonchas y sudorosas mujeres que me masajeaban el cuerpo y fumé una pipa de agua, delante de la maravillosa ciudadela de Alepo, después de regatear una mesa taraceada en el bazar.
Recorrí el siq de Petra con el corazón encogido por tanta belleza, salté por las multicoloridas dunas del Wadi Rum acompañada de beduinos y floté en las aguas del Mar Muerto.
Me encontré con Dios, con Buda, con Alá, con Trimurti, con la Madre Tierra, la pachamama, la diosa Izamani y Kali. Y todos ellos me dieron el mismo mensaje.
Viajé en avión, avioneta, globo, shinkansen, tren, tranvía, hidrodeslizador, barco, pinaza, canoa, góndola, trineo, autobús, coche, moto, motonieve, tuk-tuk, carro, calesa, bicicleta, camello, caballo y en reno.
Contemplé el arte con los ojos de Leonardo da Vinci, Rafael, Sandro Botticelli, Rodin, Gian Lorenzo Bernini y Miguel Ángel.
Las noches se plagaron de estrellas y grandes lunas en las calles de Estambul, en la Piazza de San Marcos de Venecia, en las tabernas de la ciudad de El Cusco, en las terrazas de Sevilla, en la Falla de Bandiagara del País Dogón y en la bien amada Granada.
Escalé y contemplé el sol en Machu Picchu, sobrevolé las líneas de Nazca y navegué por el Lago Titicaca.
Acaricié a Puppy, al viringo, al reno, al camello, a la tortuga de agua, al caballo, a Chispa, a la marmota, a los ciervos de cola blanca, a Luna y a cada animal que por mis manos pasó. Di de comer a las jirafas, a las cebras, al rinoceronte, al elefante, a las águilas y al halcón. Lloré por su pérdida, por su sufrimiento, pero sé que otros muchos animales murieron para alimentarme.
Subí a las pirámides más altas de Honduras, al volcán más profundo de Nicaragua, llegué a la playa más lejana de Costa Rica y a la selva más profunda de Guatemala.
Dormí con los indios Iban en la selva de Borneo, indios quechua en la Isla de Taquile, beduinos del desierto yemenita de Ramlat as Sabatain y con los mossi de Burkina Faso en su casa fortaleza. Dormí dentro de un iglú de hielo en Finlandia y también dentro de una cabaña de madera en Laponia, dentro de una tienda de campaña en Laos, en una casa de adobe en Yemen, en una tienda sami en Suecia y también en un faro a orillas del mar. Me mecieron los sonidos de la selva en Camboya y el sonido de la noche en un hanok de Corea del Sur hasta quedar completamente dormida.
Me deslumbré con el mármol blanco de Pisa, las piedras preciosas del Taj Mahal, con el verde de la Selva de Borneo y el azul de los cielos de Burkina Faso.
Me vestí de malaya, de asiática, con sari hindú, con poncho peruano, con kaftán árabe, kimono japonés y reina coreana.
Olí el pan recién hecho en los hornos de Sana’a, la pimienta en los campos de Malasia, el café de Costa Rica y el olor de los campos de arroz cultivados en las montañas de Laos.
Viajé hasta el fin del mundo conocido; Finisterre y respiré el olor del océano.Viajé hasta el confín de Europa y me deslumbré con la luz de Armenia.
Mi amado Mar Mediterráneo, mi salvaje Mar Cantábrico.... Me he bañado en las aguas del Mar Muerto y en el Mar Arábigo, navegado por el Mar Adriático, el Mar de Mármara y el Mar Egeo. Contemplado las puestas de sol en el Mar de la China, he visto la fuerza del Océano Pacífico y del Océano Atlántico. Recorrido el río Sena en bateaux-mouche, el lago Inari en motonieve, el río Níger en pinaza y también he navegado por el Mekong.
Descubrí el área metropolitana más poblada del mundo con 31.2 millones de habitantes: Tokio. Navegué por el lago más alto del planeta a 3.800 metros sobre el nivel del mar: el Lago Titicaca. Visité la ciudad con el nombre más largo de la tierra Krungtep maha nakorn amarn rattanakosindra mahindrayudhya mahadilop pop noparatana rajdhani mahasathan amorn piman avatarn satir sakkatultiya visanukarn prasit: Bangkok. Estuve en el estado independiente más pequeño del mundo: la Ciudad del Vaticano. Recorrí el río más largo de la Tierra con 6.670 Km.: el Nilo.
Escribí, fotografié y dejé grabado en el recuerdo miles de momentos. Tuve el corazón roto por las despedidas, me inundó la soledad al contemplar lo pequeños que somos, tuve la mente ida por querer descubrir mucho más, me exalté de júbilo, me embriagó el miedo, me impregné de paz, me extasiaron las maravillas de la naturaleza, se me llenó el alma de felicidad. Gané porque vi más mundo del que nunca hubiera imaginado y puedo decir que: Yo he viajado, yo he vivido.
Nací por suerte, cerca de la ciudad de Barcelona de Gaudí, la ciudad de los edificios multicolores y de la arquitectura con formas de fantasía inimaginables.
Mi primer gran viaje, igual que mi primer gran amor, me llevó a bailar a una cuadra de Samba en Brasil, en una de las navidades más calurosas que jamás he pasado, días bañados de sol y caipiriñas.
Recorrí los mercados flotantes de Bangkok cuando aún no eran una atracción turística y las vendedoras te ofrecían lichies con una sonrisa. Contemplé a las mujeres más bellas que nunca había visto, en una danza de exótica sensualidad.
Disfruté como una niña en las atracciones de Disneyland y paseé por el París bohemio del barrio de Montmartre y volví, una y otra vez, a la Ciudad de la Luz para enamorarme y desenamorarme.
Recorrí el desierto egipcio de Ramsés subida a lomos de un dromedario y escuché al almuecín llamar a la hora de la plegaria por los innumerables minaretes de la ciudad de El Cairo. Me encontré a solas en Abu Simbel, susurrando a Nefertari lo amada y bella que había sido, y me rendí al contemplar la inmensidad de las pirámides y la majestuosidad de la Esfinge.
Bailé en una cueva de Capadocia y entendí la importancia de un copo, y fue aquí donde me enamoré perdidamente de Estambul. Me entretuve en los bazares de especias, con sus olores, sus brillos, su gente y regatee animadamente mientras saboreaba un té a la menta. Descubrí que existen príncipes de cuento y que los suspiros no entienden de distancias.
Me sentí griega, romana, bizantina, egipcia, árabe, africana e inca.
Saboreé el café frappé en Grecia, el zumo de caña en Brasil, el agua de coco en Malasia, la cerveza de melocotón en Bélgica, la chicha y el pisco en Perú. Comí con las manos en Malí, probé el sushi en Japón, el reno en Laponia, el rissotto en Venecia, los bocadillos de calamares en Madrid, el chocolate en Bruselas, los pinchos en Bilbao, las tapas en Granada, el kebab en Jordania y el vino de Oporto en Porto.
A través de Sodoma y Gomorra, mi hermana y yo subíamos al autobús de línea y recorríamos la isla de Creta, con el mismo revisor pulpo todos los días, sin música sirtaki, pero con muchas risas.
Fui dama medieval ante las vidrieras de la Sainte Chapelle, teutona de largas trenzas en una cervecería de Múnich, forjador de espadas en Toledo, Médicis en Florencia, druida en Dublín y Zenobia en Palmira.
Recorrí calles empedradas por el tiempo, oasis verdes tapizados de palmeras, pisé arenas blancas de costas tropicales y montañas llenas de sonidos en la selva. Caminé por el desierto, me deslicé por la nieve, subí por la falda de volcanes y corrí por lagos congelados.
Pasé una tarde en un haman con rechonchas y sudorosas mujeres que me masajeaban el cuerpo y fumé una pipa de agua, delante de la maravillosa ciudadela de Alepo, después de regatear una mesa taraceada en el bazar.
Recorrí el siq de Petra con el corazón encogido por tanta belleza, salté por las multicoloridas dunas del Wadi Rum acompañada de beduinos y floté en las aguas del Mar Muerto.
Me encontré con Dios, con Buda, con Alá, con Trimurti, con la Madre Tierra, la pachamama, la diosa Izamani y Kali. Y todos ellos me dieron el mismo mensaje.
Viajé en avión, avioneta, globo, shinkansen, tren, tranvía, hidrodeslizador, barco, pinaza, canoa, góndola, trineo, autobús, coche, moto, motonieve, tuk-tuk, carro, calesa, bicicleta, camello, caballo y en reno.
Contemplé el arte con los ojos de Leonardo da Vinci, Rafael, Sandro Botticelli, Rodin, Gian Lorenzo Bernini y Miguel Ángel.
Las noches se plagaron de estrellas y grandes lunas en las calles de Estambul, en la Piazza de San Marcos de Venecia, en las tabernas de la ciudad de El Cusco, en las terrazas de Sevilla, en la Falla de Bandiagara del País Dogón y en la bien amada Granada.
Escalé y contemplé el sol en Machu Picchu, sobrevolé las líneas de Nazca y navegué por el Lago Titicaca.
Acaricié a Puppy, al viringo, al reno, al camello, a la tortuga de agua, al caballo, a Chispa, a la marmota, a los ciervos de cola blanca, a Luna y a cada animal que por mis manos pasó. Di de comer a las jirafas, a las cebras, al rinoceronte, al elefante, a las águilas y al halcón. Lloré por su pérdida, por su sufrimiento, pero sé que otros muchos animales murieron para alimentarme.
Subí a las pirámides más altas de Honduras, al volcán más profundo de Nicaragua, llegué a la playa más lejana de Costa Rica y a la selva más profunda de Guatemala.
Dormí con los indios Iban en la selva de Borneo, indios quechua en la Isla de Taquile, beduinos del desierto yemenita de Ramlat as Sabatain y con los mossi de Burkina Faso en su casa fortaleza. Dormí dentro de un iglú de hielo en Finlandia y también dentro de una cabaña de madera en Laponia, dentro de una tienda de campaña en Laos, en una casa de adobe en Yemen, en una tienda sami en Suecia y también en un faro a orillas del mar. Me mecieron los sonidos de la selva en Camboya y el sonido de la noche en un hanok de Corea del Sur hasta quedar completamente dormida.
Me deslumbré con el mármol blanco de Pisa, las piedras preciosas del Taj Mahal, con el verde de la Selva de Borneo y el azul de los cielos de Burkina Faso.
Me vestí de malaya, de asiática, con sari hindú, con poncho peruano, con kaftán árabe, kimono japonés y reina coreana.
Olí el pan recién hecho en los hornos de Sana’a, la pimienta en los campos de Malasia, el café de Costa Rica y el olor de los campos de arroz cultivados en las montañas de Laos.
Viajé hasta el fin del mundo conocido; Finisterre y respiré el olor del océano.Viajé hasta el confín de Europa y me deslumbré con la luz de Armenia.
Mi amado Mar Mediterráneo, mi salvaje Mar Cantábrico.... Me he bañado en las aguas del Mar Muerto y en el Mar Arábigo, navegado por el Mar Adriático, el Mar de Mármara y el Mar Egeo. Contemplado las puestas de sol en el Mar de la China, he visto la fuerza del Océano Pacífico y del Océano Atlántico. Recorrido el río Sena en bateaux-mouche, el lago Inari en motonieve, el río Níger en pinaza y también he navegado por el Mekong.
Descubrí el área metropolitana más poblada del mundo con 31.2 millones de habitantes: Tokio. Navegué por el lago más alto del planeta a 3.800 metros sobre el nivel del mar: el Lago Titicaca. Visité la ciudad con el nombre más largo de la tierra Krungtep maha nakorn amarn rattanakosindra mahindrayudhya mahadilop pop noparatana rajdhani mahasathan amorn piman avatarn satir sakkatultiya visanukarn prasit: Bangkok. Estuve en el estado independiente más pequeño del mundo: la Ciudad del Vaticano. Recorrí el río más largo de la Tierra con 6.670 Km.: el Nilo.
Escribí, fotografié y dejé grabado en el recuerdo miles de momentos. Tuve el corazón roto por las despedidas, me inundó la soledad al contemplar lo pequeños que somos, tuve la mente ida por querer descubrir mucho más, me exalté de júbilo, me embriagó el miedo, me impregné de paz, me extasiaron las maravillas de la naturaleza, se me llenó el alma de felicidad. Gané porque vi más mundo del que nunca hubiera imaginado y puedo decir que: Yo he viajado, yo he vivido.
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